Milagros estaba dispuesta a todo. Caminó por la avenida rumbo a la Casa Cuna; le hizo unas señas a Timoteo, el cochero, para que la siguiera hasta el lugar que quedaba a una cuadra.
Julián se encontraba comiendo algo sentado en la escalinata del orfanato; se oía el repiqueteo de las campanas de la iglesia. La gente pasaba sin reparar en él y en su triste aspecto. Estaban acostumbrados a verlo ir y venir, no le tenían miedo porque no sabían en el ambiente donde había crecido.
−Oye… ¿Qué te dije yo el otro día?
Cuando Julián vio que Milagros se acercaba se puso de pie igual que un caballero, pero se mantuvo con el sombrero en la mano y la vista baja en el suelo, ése que pisaba a diario y que lo conocía tanto.
−Buenos días, señorita.
−No te hagas el educado conmigo que te falta mucho. ¿Todavía por la calle? ¿Qué te aconsejé?
−Que busque trabajo. No lo voy a hacer. Mire lo que soy. ¿Usted cree que con esta ropa alguien me va a respetar?
−Bueno, tienes razón. Tampoco te pido que vayas a servir copas a una confitería. Ven conmigo –dijo Milagros y lo arrastró por el brazo.
−¡No! ¡Qué se piensa!
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Sola.
La tímida valentía de crecer.
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