Buenas y Santas...

 

De cara al viento junto al río, comenzó a temblar. Evocó la casa abrigada y una taza de té caliente pero también las duras e irreflexivas palabras de su madre. Estaba por cometer una locura. Retrocedió. Volvió a recorrer el bosque hacia el Norte y llegó al prado que se extendía cerca de La Candelaria. Miró el manto pardo y verdoso, enmarañado por el viento, azotado por la lluvia, con hojas de arce esparcidas y perforadas por los tallos rotos de los cardos. La lluvia le mojaba el rostro. Tenía frío. Recordó nuevamente a su abuelo que solía orar en la barranca como si estuviera en el banco de la iglesia. Se quedaba allí, con las manos en los bolsillos, contemplando las aguas y viendo nacer el sol cuando empezaba a trazar su arco sobre la tierra.

‒¡Señorita!‒escuchó de repente.

Antonio venía con su caballo bajo la lluvia despacio en su busca. Ella, al escucharlo, comenzó a correr pero se cayó en el lodo y allí se quedó sepultada mientras el capataz la ayudaba a ponerse de pie.

‒¿Por qué hace esas cosas? Nos mortifica a todos.

‒Y en mí… ¿quién piensa?

‒Yo‒contestó Antonio con timidez.

*

Buenas y Santas...

Los hijos olvidados