El automóvil se detuvo frente a la mansión. El vacío era como el cielo con sus begonias y jilgueros, tan manso, tan mudo. Violet se asomó por una ventana con curiosidad; Joseph los miraba desde la huerta con un canasto de limones.
‒Papá‒susurró Rebeca mientras sostenía a Amelie que miraba con los ojos del tamaño de la esperanza‒. ¡Amor!‒le dijo y la besó en la mejilla con un apretado abrazo de mamá consoladora.
‒Sí, tío, pero usted no sabe nada de mí. No le he contado…
‒Ya lo harás, ten confianza.
La mirada devota de Violet mostraba su resurrección y se amparaba en el miedo a lo desconocido: interrogaba, pedía y santificaba. Era generosa y agradecida.
‒¡Rebeca! ‒gritó y arrojó su delantal al piso. Corrió por ese caminito de losas con el pudor de los patios en sus mejillas, oliendo a naranjas y a cera‒. ¿Y esa preciosa niña?
‒Ya, amiga, abrázame fuerte. Te quiero.
‒Yo también‒respondió Violet con alegría e inquietud.
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