Las horas pasaban y las penumbras invadían, con sus moléculas, el sueño y la plegaria. La escalera al cielo estaba allí y la invitaba… Rebeca se levantó como pudo y se puso a mirar el anochecer en el parque donde, en otras épocas, jugaban sus amadas mascotas: Bob y Kim. Allí estaban sepultados. ¡Los extrañaba tanto! Veía a Amelie con el tío Arthur jugando a la rayuela entre abrazos y besos, como un abuelo con su nieta, y la risa… podía oírla… Tan limpia, inocente, suya… La amaba más que a sí misma.
¡Cuánto silencio trae la soledad! ¿El abrazo de Dios será igual? ¿Cómo saber dónde buscar una morada donde reine el abrigo, las presencias agigantadas por los años y el cariño? Volver a los perfumes de jazmines, a la niñez compartida, a las charlas con Joseph en las glorietas.
LA ÚLTIMA MUJER
Un naufrágio
El baúl de perlas
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